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Los imperativos de la cultura ha llevado al escritor actual a la soberbia de quererse hacer leer por los demás, pero, paradójicamente, no saber leerse a sí mismo.

El viernes compartí con Josep Forment, director editorial de Alrevés, una última comida antes de unas cortas pero merecidas vacaciones. Como no podía ser de otra manera, surgió una vez más la eterna discusión de qué o quién es un autor. Josep ya lleva más de 25 años en este mundo del libro, y ha visto de todos los colores, como no podía ser de otra manera.
Finalmente me confesó que está estructurando un discurso, o un ejercicio de reflexiones acerca de nuestro sector que apunta a algo mayor, aunque Josep no quiso el viernes entrar en más detalles.
Sin embargo sí pude robarle para mi lectura algunas de las hojas que tenía entre sus manos, y tras leerlas le pedí permiso para poder compartirlas con todos vosotros a través de mi blog.
Lo diré fuerte y claro: Merece la pena esta lectura a pesar de ser más larga de lo normal para un blog. Se trata de un par de hojas, de un esbozo, del comienzo de algo que sin lugar a duda abarcará mucho más. Una pequeña luz para entender qué es, o si más no, qué debería ser un autor. Espero que la disfrutéis tanto como yo y os haga a todos reflexionar.

 

Las primeras pistas…

Cualquier profesión, sea cual sea su graduación, es un oficio. Basta que uno enseñe y otro imite. Que uno repita y otro retenga. Qué importa el nivel de dificultad: media, superior o universitaria. El precepto siempre es el mismo: el aprendizaje del alumno; la enseñanza del maestro. De la enseñanza precisa surge el artesano. Y de esa artesanía, llevada a sus últimas consecuencias, nace la creatividad, el arte.

En sentido estricto y en su más apurada esencia, un licenciado en física cuántica o un doctor en neurofisiología no son distintos a un ebanista o un relojero. Cada uno de ellos, una vez asumido el aprendizaje, podrá llegar más lejos. Existirá el físico genial y el médico mediocre. El dudoso ebanista y el relojero excepcional. Además no es sino el imperativo cultural, riguroso en cada momento histórico, quien sobrevalora o desmerece una u otras profesiones.

Los oficios nacen y se desarrollan conceptualmente desde la Edad Media, cumpliendo la ley de un largo y minucioso aprendizaje. Uno es por fin artista porque ha sido antes artesano. Embebido éste de creatividad se convierte en virtuoso. Y no se es, por lo general, un creador o genio, si no se asume de antemano, el oficio. Todos los gigantes de la creación repitieron, imitaron, e incluso plagiaron hasta la saciedad, lo que sus antecesores habían logrado. Llámese Miguel Ángel, Beethoven o Cervantes, entre otros muchos. O lo que es lo mismo: la Capilla Sixtina, la Quinta y Novena sinfonía y El Quijote. Todas ellas, máxima expresión de la belleza, surgieron de un previo, metódico, obsesivo y bien comprendido artesanado.

¿Por qué el escritor moderno se empeña entonces en invertir esos términos?

El propósito de moda desde hace décadas en el mundo de los libros, es ser original, genial y único: o sea talentoso, pero obviando el proceso de aprendizaje y la experiencia del oficio. A los autores no parece importarles si su decisión simplemente obedece a un impulso transitorio. Ni siquiera se plantean si es precisa la vocación. Y es así, como se instalan, de forma masiva, al final del camino esperando su oportunidad. No son conscientes que a ese lugar se llega tras un laborioso viaje; fascinante, pero muy sacrificado. Nadie enseña a los escribas, como los llama Cortázar, que es ineludible culminar una serie de etapas previas.

Ni en la escuela, ni los padres, ni los profesionales, ni el maestro, ni el guía (ambos inexistentes ahora en la civilización occidental) enseñan, en primer lugar, a descubrir, motivar y propiciar el talento. En segundo, tampoco enseñan a distinguir el talento de la vocación. Y en tercero y último, a pautar el camino del artista y de la creación personal. Hay que retomar la responsabilidad de la enseñanza. Ser escritor es un logro que requiere mucho más trabajo y que el mero hecho de escribir una obra y dar con quien publique el libro.

El talento no es garantía de nada; tan solo es el principio de ese camino que nos tiene que llevar de vuelta al punto de partida, es decir, a nosotros mismos. No es sino la predisposición para poder desarrollar con éxito un oficio y un arte. En el caso de la literatura, se muestra redactando bien, componiendo adecuadamente un texto, sabiendo expresar las ideas, construyendo con eficacia una trama. Esos son los síntomas, sin duda, de una capacidad, unas veces natural, otras veces forjada con el sudor. Sin embargo, confirmar el talento de este modo, no se distingue de un arrebato, de un ardor, de una vehemencia, de un ímpetu, de un entusiasmo transitorio. Así, solo se muestra el potencial para ser un buen escriba. Para ser escritor, es imprescindible ser vocacional. Y aquí es en donde nace la confusión más habitual y más dolorosa.

El talento sin un plan de acción sostenido por la vocación es inocuo. El talento nos proporciona las herramientas, pero sólo la vocación es quien les otorga el uso adecuado. Poseerlas no basta para alcanzar el éxito; hay que saber manejarlas. Es imperativo comprender que uno puede disponer de unos utensilios de mejor o menor calidad, pero lo que resulta determinante es la destreza con la que les da uso quien las maneja. El talento, por sí solo, no lleva a ninguna parte. O si se prefiere, puede conquistar éxitos a corto plazo, pero no es determinante y nunca garantiza continuidad. Sirve de poco poseerlo sin una minuciosa experiencia vocacional. El talento nada más nos abre las puertas. El camino solo lo conoce la vocación. Y es con ella podremos vivir la profesión y el trabajo con la máxima pasión e intensidad.

La vocación es a largo plazo, es la experiencia que justifica el sentido de la vida. No es un proceso efímero sino constatado y contrastado, una y otra vez. Requiere la introspección del individuo porque significa entrega total y sin condiciones. Es el trayecto que ha de culminar en la coronación de nuestra condición de artista. La vocación es el ejercicio continuado del oficio y la consumación del artesanado. Es un viaje incierto, una senda sacrificada, pero la única experiencia posible que nos permita vivir con la pasión del enamoramiento.

La vocación es un plan de acción, sentido y expresado, que precisa y justifica la necesidad del oficio. Ser vocacional significa llevar el oficio hasta sus últimas consecuencias. Obviar el oficio es obviar la tarea fundamental del escritor. Cada vez más el autor corre el riesgo de perder la perspectiva de sus tareas primordiales: LEER y CONOCER.

No recordarlo es una fatalidad irreparable. El escritor, no es que deba leer a los otros, es que el sentido de su trabajo es leerse a sí mismo. Los imperativos de la cultura ha llevado al escritor actual a la soberbia de quererse hacer leer por los demás, pero, paradójicamente, no saber leerse a sí mismo. El escritor es bueno, mediocre o muy malo porque es buen, mal o pésimo lector. Este es el verdadero mal de nuestro siglo. El autor contemporáneo está cegado y obsesionado por vender libros con el pretexto eufemístico que lo lean. En realidad, de lo que adolece es de de ser poco o nada exigente con sus propios textos. Y no lo es porque no lee o no sabe leer. El escaso bagaje de lectura, la nula capacidad de análisis, y los escasos o pobres referentes, encierran al escritor en un terreno de juego muy limitado para que podamos sospechar que nazcan obras originales y con carácter excepcional. El escritor, nada más deja redactar la última línea de su manuscrito, debe posicionarse como lector crítico. Ponerse en el lugar del lector, distanciándose de su obra, que ya no es suya porque la está leyendo, y regocijarse en criterios estéticos y éticos elevados, sublimes. El escritor que no sabe, no aprende o no quiere alejarse de su propio texto destruye el principio inquebrantable de la escritura: SER ESCRITOR ES ANTE TODO SER LECTOR. Y recuerdo a Borges cuando aseguraba que la única cosa a la que renunciaría jamás era a la lectura. Podría dejar de escribir, pero, en ningún caso, de leer.

 

¡Bravo! y muchas gracias a Josep Forment, autor de este texto que creo pone un poco más de luz, y cómo no más controversia, en el eterno debate de qué es ser escritor.

¿Nos vamos de vacaciones ya?

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